Las Playas de Gran Canaria en los años sesenta

Agustín Santana Correa, 18.09.2025

Las playas del Sur de Gran Canaria no se habían desarrollado todavía y la Playa de las Canteras era el centro neurálgico del incipiente turismo. Las Alcaravaneras se veía como segunda playa y la Laja era una playa más íntima para las familias y los amigos de los que tenían casas allí cerca del mar.

Mi familia veraneaba en las Canteras, en los Apartamentos Hierro, y cuando llegaba el mes de julio el traslado era una fiesta para los más jóvenes. Pasábamos allí los meses de julio y agosto, con mayoría de familias canarias y con algunos turistas de fuera que comenzaban a conocer las delicias de una playa de ciudad que ofrecía de todo. El Parque de Santa Catalina era el centro nocturno de encuentro y pronto se abrieron discotecas por toda la zona que le daba vida a las largas noches de fiestas de verano.

Pero ir a las playas del sur a pasar el día, a finales de los cincuenta y a principios de los sesenta, era también una aventura deseada. Uno de mis tíos tenía contactos con los empleados del Conde y nos dejaba pasar a la Playa del Inglés, quitando una cadena que cerraba la única entrada de tierra que había.  

Ese día una cola de coches salía desde Las Palmas, cargados hasta los topes de gente y de comida, con parada en la Estrella para tomar un café y continuar la marcha. La comitiva la comandaban dos coches antiguos, de la época, y uno de ellos tenía un portabultos que se abría y allí viajaban dos personas más. Era un atractivo para los chiquillos.

Cuando abrían las cadenas bajábamos hasta la playa por una carretera de tierra que bordeaba tomateros a un lado y a otro. Supongo que esa carretera es hoy la Avenida Tirajana. Pasábamos el día en la Playa del Inglés en familia de la forma más auténtica posible, una playa salvaje cuyo único edificio era un búnker que visitábamos los chiquillos con la alegría de lo desconocido.

Entrado los sesenta, como decíamos antes, las Canteras era el destino deseado en Gran Canaria. Durante todo el día teníamos cosas para hacer, desde los partidos de fútbol en la arena hasta los baños interminables cogiendo olas. Y pronto vino una gran atracción, los Perritos Calientes, que se hicieron tan populares que a veces las colas eran tan grandes, sobre todo en las horas punta de mediodía, que los comprábamos a la tarde para evitar los largos minutos de espera.

Las noches en la playa también eran una fiesta, recuerdo a mis hermanos mayores asando jareas en la arena y la curiosidad de los turistas de verano que se atrevían incluso a probarlas.

Han pasado sesenta y cinco años y todo ha cambiado, pero a los que vivimos aquella época nos quedó para siempre el sabor de aquellos primeros perritos calientes, el olor a jarea ahumada, la alegría de las pandillas de chiquillos, a los que se unía un amigo francés que venía todos los años a encontrarnos, la familiaridad compartida en un espacio más reducido que le daba a todo un sentido de vida más primitivo y especial.  

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