Jaime Rodríguez, el de la Isleta, el del mundo.

La Isleta es el ejemplo cosmopolita de Las Palmas de Gran Canaria. Se conformó primero con nuestra gente del campo de Gran Canaria, después con los llegados de Lanzarote y de Fuerteventura, y se unieron además gente de todo el mundo

Agustín Santana, 08.08.2023

En el año 1968 encontré una novia que vivía en La Isleta, Montse Darias,  primero me enamoró ella y después su barrio, al que hice mío como todos los que se acercan a sus dominios.

Eran años donde el ganadero pasaba con las cabras Perez Muñoz arriba, y en cuanto las oía llegar, si estaba en casa de mi nueva novia, salía corriendo a que me pusiera el cazo de leche, con mucha espuma, caliente. Me gustaba tanto que a veces la pedía con gofio, pero muchas otras sola, sin el manjar tostado que nos dejaron nuestros guanartemes.

Había una tienda de gente de Fuerteventura, donde podías comprar los pescados jareados o aquellos tomates pequeños que tanta fama tenían. Y frente a la casa de mis suegros otra tienda de una familia de Fontanales con todos los productos frescos que le traían desde nuestras medianías, sus frutas, sus verduras, un auténtico kilómetro cero gastronómico para las casas del barrio.

Veías subir y bajar a marineros de las flotas atuneras que se quedaban unos días a dormir en habitaciones de las casas particulares. Mucho más tarde me enteré de la historia del japonés que se enamoró de una joven isletera, se casaron y se fueron a vivir a Japón donde pusieron un restaurante. Con esa experiencia, más de treinta años después, con un hijo también bregado en los fogones, volvieron a la Isleta y montaron su restaurante japonés en el Confital.

Y en esa Isleta del mundo vivía Jaime Rodríguez, con su inseparable Mari Carmen, y con su amor por la vida, por las cosas sencillas, por el paseo en las Canteras, feliz en la hora de ir a comprar el pan, parándose cada dos o tres pasos para saludar a otro isletero que iba de camino o de regreso de la playa y que desde la otra acera le daba un silbido para echarse unas parrafiadas.

Y conocimos a Jaime y a Mari Carmen ayudando en la Iglesia de la Luz donde vivían la fe y donde dedicaban parte de su tiempo a hacer algo por la gente de su barrio. Y nos apuntamos a la llamada del jesuita Fernando Motas para abrir las puertas de Las Palmas Acoge en un edificio antiguo de la calle Juan Rejón.

Como consecuencia del paso de los años las paredes y los techos había que repararlos, y allí estaba Jaime montando andamios, con nuestro gran amigo Pedro y con Manuel, y subiéndonos todos para lijar y pintar y dejar la casa en condiciones para recibir a los inmigrantes que llegaban a nuestras costas.

Y ayer, cuarenta años depués, Montse me lee una felicitación de Arancha a su padre Jaime por el setenta y nueve cumpleaños. Una felicitación llena de contenido, un reflejo exacto del hombre bueno, del hombre imprescindible para ir a las acampadas en el centro de Gran Canaria con las cuatro o cinco familias del equipo, el que ordenaba como se disponían las casetas y donde iba la cocina, con los baños campestres más alejados y los coches dispuestos de tal manera que daban luz al campamento en las noches estrelladas de nuestros campos.

Y siempre debía estar Jaime, al que todos queríamos, al que todos necesitábamos, niños y mayores, como reflejo del hombre bueno imprescindible para mejorar el mundo en las pequeñas cosas, en las cosas que importan en las familias y en los amigos, en las cosas que te dan el trozo de felicidad que se necesita para seguir adelante.

Querido Jaime seguiremos viéndonos por mucho tiempo, por las calles de La Naval, me hablarás de la rubia y del próximo partido del equipillo, se pararán varios vecinos isleteros para preguntar o dar las últimas noticias del barrio, alguno silbará desde la acera de enfrente con un «adiós Jaime»……….y yo seré feliz de verte de nuevo.

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