NESTOR DORESTE PADILLA, Relato “Mi Padre”. Completo

                                         MI PADRE                                       

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Mi padre nació en un pintoresco y pequeño caserío marinero cuyo nombre era Playa de Croas, donde los días estaban iluminados por un espléndido sol, al que seguían siempre unas tardes y noches frescas y serenas. El clima había bendecido ese lugar, considerado por muchos como un paraíso en la tierra. Disponía de una playa no muy grande  de arena rubia ubicada entre dos mariscos de tierra apelmazada y de rocas de tamaño medio, con abundancia de charcos y sin grandes obstáculos para caminar por él. De la zona terrosa se podían sacar lombrices ayudados con un sacho, que servían de espléndida carnada en la pesca con cañas de aire y que se introducían a su largo en el anzuelo. En los dos mariscos abundaban muchas especies de pescados, moluscos y crustáceos debido a la temperatura del agua y a unas suaves corrientes que se producían a marea llena y, por esa característica, por esa riqueza, había serios rumores de que iban a ser declarados Espacio Natural Protegido por la Administración Pública.

Mi padre decía que las pequeñas casas existentes habían sido fabricadas por los propios pescadores con materiales provisionales, que fueron mejorando poco a poco con el tiempo, conformando un grupo muy atractivo y vistoso con sus fachadas pintadas con cal blanca y la carpintería con un tinte azul.  Estaban ubicadas a pie de playa, sobre la misma arena, donde la marea alta no llegaba ni en los peores días de reboso. Las olas que se producían morían descansadas en la orilla, que estaba algo alejada de ellas, y no había peligro ninguno de que  fueran afectadas ni por un fuerte mar de leva.

Mi padre se dedicó toda su vida a la pesca de bajura y al marisqueo, aunque de joven estuvo trabajando unos pocos años en una importante flota pesquera de arrastreros, propiedad de un conocido hombre de negocios, pero tan pronto se casó decidió vivir con mi madre en la Playa de Croas y trabajar por cuenta propia, aprovechando que tenía en propiedad un barco de dos proas y varias nasas, redes, palangres y trasmallos. Vivieron en una casa propiedad de ella, que la había heredado de sus padres como hija única que era.

 

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Mi padre decía que muchas personas desconocían que eran muchos los días en los que no había capturas, días en los que los copos llegaban vacíos a tierra, en los que los pescados no se enmallaban en los trasmallos, en los que la marea te impedía ir al marisco, en los que las nasas y palangres subían vacíos al barco. Decía con pena que ese era el aspecto desconocido de este duro y antiguo trabajo tradicional, donde la contribución manual del pescador era el único componente, ya que se carecía de las tecnologías avanzadas de hoy.

Mi padre acordó con mi madre que, cuando hubiese pesca, se encargara ella de ir a la carretera a vender las piezas capturadas, mientras él recogía y reparaba los enseres. Se sentaba en la cuneta, sobre un mojón kilométrico con una vieja pesa romana y la cesta con el pescado fresco, y esperaba que algún coche se detuviera para comprar. Muchos ocupantes ya sabían que aquel era un puesto donde se vendía un producto garantizado y, encima, más barato que en el Mercado Municipal.

Mi padre solía pasear casi todas las tardes, descalzo y con el pantalón arremangado hasta las rodillas, por la orilla de la playa, donde la ola terminaba de reventar, acompañado de mi madre, que se subía un poco la falda. Recorrían su longitud varias veces en viajes de ida y vuelta porque decían que el agua salada era buena para los dolores reumáticos y para la circulación de la sangre. Decía que ese paseo era como una ceremonia de agradecimiento al destino por permitirles vivir, aunque modestamente, en paz y alegría. También decía que ese momento era importante para ellos porque era cuando podían hablar y hacer proyectos sin los agobios del día a día.

Mi padre, cuando no iba a pescar, se iba a uno de los mariscos a mariscar y llegaba a casa con un balde grande lleno de pulpos, morenas, almejas, burgados, lapas, erizos, rascacios, panchonas, sargos, etc. Lo que no se vendía lo hervía el fin de semana en un caldero grande y hacía un caldo de pescado para toda la familia y algún que otro matrimonio amigo. Era como una fiesta para él. Era su día de descanso. Únicamente dejaba de hacerse cuando aparecía en el mar algún manterío de sardinas o caballas y había que salir rápidamente con el barco y con las redes porque era un producto que se vendía muy bien. Había que aprovechar la oportunidad.

 

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Mi padre, cuando veía que la familia disponía de un tiempo libre, organizaba una pesca de panchonas en la que interveníamos los hijos. Días antes nos ponía a machacar sobre una piedra plana del marisco sardinas podridas, que mezclábamos con el agua de algún charco y un poco de conserva dulce, para hacer una bola olorosa y pastosa de color marrón fuerte. Era la carnada, que se pegaba a la caña y de ahí se cogían los pequeños trozos que se pegaban, a su vez, en el anzuelo en cada lance. Cuando veíamos que las panchonas eran abundantes utilizábamos dos y hasta tres anzuelos en cada caña. Una vez terminada la jornada, la pequeña panchona se limpiaba y, sin necesidad de escamarlo, se freía en una sartén. Era un verdadero manjar, manifestaba el propietario de un bar cercano, que se las compraba todas porque era la tapa estrella del negocio y le sacaba una buena rentabilidad como aperitivo muy reclamado por los clientes.

Mi padre pudo criar tres hijos, que acudían caminando todos los días hasta una escuela situada a un kilómetro. Junto con mi madre fueron educados dentro de la honradez y el respeto hacia los demás y ambos supieron despertar en ellos el interés por estudiar y por adquirir conocimientos y cultura.  Así transcurría su modesta, tranquila y feliz vida, hasta que un día  aparecieron en la Playa de Croas  varios hombres muy bien vestidos con trajes de marca y llamativas corbatas de marca conduciendo lujosos  coches. Todos ellos muy serios y de aspecto rudo venían acompañados de varios trabajadores que, inmediatamente, se pusieron a medir los terrenos con unos aparatos muy sofisticados, incluidas las casas. No dijeron nada a nadie. Todo se hizo sin hablar porque no respondían a las preguntas que se les hacían

Mi padre se preguntaba inquieto qué significaba todo ese inesperado y extraño movimiento y los pescadores se asustaron cuando uno de los jóvenes dijo que nada bueno podía ser porque había visto un plano en manos de un trabajador donde había una perspectiva en colores de la playa con grandes edificios situados en el mismo sitio donde ahora están las casas.

Mi padre vio como esas visitas se prodigaron en varias ocasiones. Los trabajadores no paraban de medir y el miedo se apoderaba de los habitantes ante la incertidumbre de no saber a ciencia cierta qué es lo que se pretendía.

                                                                    

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Mi padre vio como un día llegó un coche del que se bajó un señor muy bien vestido y muy serio, que venía acompañado de cuatro enormes policías, lo que preocupó mucho más a los habitantes de Playa de Croas. Reunió a los habitantes que estaban cerca y les dijo que sus casas iban a ser demolidas porque se iba a construir una urbanización de apartamentos y hoteles de lujo y añadió que, para compensarles y para que no se quedaran sin vivienda, se les construiría un bloque en un lugar cercano llamado Playa Dura, aunque algo alejado de la playa, para que pudieran vivir, a cambio de un pequeño alquiler, por supuesto. Les comunicó, esta vez de forma muy autoritaria con los cuatro policías rodeándolo, que no se molestaran en protestar porque el terreno donde estaban construidas las casas era propiedad, desde hacía muchos años, de un importante empresario, que era amigo de los políticos. Dijo que cualquier reclamación sería inútil y que si eso sucedía no se les construiría el bloque que se pensaba hacer.

Mi padre pudo ver como la demolición, las obras de urbanización y la construcción del bloque prometido se hizo en muy poco tiempo. Así fue como desapareció de su vida la casa donde vivió tan feliz con su familia y como se desvaneció la playa donde tan feliz había sido. Se quedó sin nada. Había perdido el trabajo de toda una vida. Se fue el futuro que había deseado para su mujer y para sus hijos.  

Mi padre escuchó decir al señor que se bajó del coche que las casas no disponían de Escritura de Propiedad Horizontal. Decía que eran casas ilegales y que, tarde o temprano, los terrenos en las que se levantaron serían reclamados por su verdadero propietario.

Mi padre si vio obligado de esta manera a vivir en una pequeña vivienda en un bloque de tres plantas que se construyó en una costa de piedras a  cinco kilómetros de Playa Croas.

Era una vivienda con dos habitaciones no muy grandes, un aseo con lo mínimo, cocina y un pequeño salón. En lugar de puertas tenía cortinas y la calidad del acabado de los materiales era mínima. Piso de cemento, pintura proyectada directamente sobre los bloques, depósitos de agua fría en la azotea, que tenían que llenar los inquilinos cada semana con cisternas municipales, y muy poca fuerza de luz. Apenas soportaba la potencia de una nevera y de un televisor.

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Pescar allí era imposible, con lo que los útiles de pesca no le servían. Le adjudicaron una vivienda en la planta tercera y para mi madre eso supuso un enorme problema por su enfermedad circulatoria. Bajar y subir la estrecha escalera era un verdadero suplicio y siempre había que ayudarla. Por eso, un día decidió no salir y encerrarse en la casa.

Mi padre terminó haciendo lo mismo para no dejarla sola y, a partir de ahí, ninguno de los dos volvió a salir. Los hijos dejaron los estudios y tuvieron que ponerse a trabajar para poder subsistir.

Mi padre y mi madre fallecieron casi al mismo momento. La pena había entrado en la casa. Primero fue ella. La enfermedad y la tristeza la vencieron. Una noche nos llamó a su habitación para despedirse y serena y tranquila, como siempre había sido, dejó de respirar con una enorme expresión de tristeza en su cara, como pidiéndonos perdón.

Nunca se nombró al dueño de la urbanización que se levantó donde antes estaba nuestra casa en la Playa Croas. Parecía como que todos teníamos miedo hablar de eso al vernos. Dolía mucho que, de una forma tan rápida, sin apenas tiempo de reaccionar, nos despojaran de todo lo que era nuestra vida. Nos sentíamos abandonados por los gobernantes, cómplices de esta maniobra, de forma injusta y cruel.

 Mi padre que se negó a hablar desde el fallecimiento de mi madre, murió poco tiempo después, mientras estaba sentado mirando por la ventana, de la que no se apartaba. Miraba en todas direcciones a través del cristal, como buscando a mi madre, y así se pasaba todo el día. La tristeza no desapareció nunca de su cara. Pocas horas antes de fallecer, también sus ojos nos miraban, tal como hizo mi madre, como pidiéndonos perdón.

Mi padre, por haberse quedado sin su mujer y por no poder pescar ni pasear más, murió de pena a causa de un injusto sistema de progreso que olvida al necesitado y sólo sabe ocuparse de apoyar a los poderosos. Ese fue el motivo por el que mi padre decidió, en silencio y asomado a su estrecha ventana, decirnos adiós. El progreso irracional aventajó a la identidad y transformó un precioso espacio natural en un repetido entorno de cientos de apartamentos iguales y de grandes hoteles de lujo.

El recuerdo de sus espesas lágrimas deslizándose por los viejos surcos de su cara marinera mientras miraba hacia ningún sitio esperando una respuesta que nunca llegó, se me ha clavado en el corazón y me impide que pueda creer que, algún día, tengamos una vida mejor. El medio ambiente es sólo un juguete para los poderosos, que hacen en él lo que resulta más rentable para sus bolsillos, siempre con el visto bueno de los políticos. Después, estos se dirigen a los ciudadanos intentando explicarles, con sucios engaños y mentiras, estos tremendos destrozos a la naturaleza y lo hacen sin dejar de sonreír como corderos, creyendo que el ciudadano se conforma escuchando sus torpes explicaciones aprendidas de memoria en el despacho de sus jefes, a quienes obedecen por encima de todo para conservar la silla que ganaron en una falsa democracia liderada por los nefastos Partidos Políticos.

Esa es la conclusión a la que he llegado al ver como se tramó esta injusticia legal en la que, por lo menos en esta ocasión, el chico no le ganó al grande, como dice la canción.

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