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Mi padre, cuando veía que la familia disponía de un tiempo libre, organizaba una pesca de panchonas en la que interveníamos los hijos. Días antes nos ponía a machacar sobre una piedra plana del marisco sardinas podridas, que mezclábamos con el agua de algún charco y un poco de conserva dulce, para hacer una bola olorosa y pastosa de color marrón fuerte. Era la carnada, que se pegaba a la caña y de ahí se cogían los pequeños trozos que se pegaban, a su vez, en el anzuelo en cada lance. Cuando veíamos que las panchonas eran abundantes utilizábamos dos y hasta tres anzuelos en cada caña. Una vez terminada la jornada, la pequeña panchona se limpiaba y, sin necesidad de escamarlo, se freía en una sartén. Era un verdadero manjar, manifestaba el propietario de un bar cercano, que se las compraba todas porque era la tapa estrella del negocio y le sacaba una buena rentabilidad como aperitivo muy reclamado por los clientes.
Mi padre pudo criar tres hijos, que acudían caminando todos los días hasta una escuela situada a un kilómetro. Junto con mi madre fueron educados dentro de la honradez y el respeto hacia los demás y ambos supieron despertar en ellos el interés por estudiar y por adquirir conocimientos y cultura. Así transcurría su modesta, tranquila y feliz vida, hasta que un día aparecieron en la Playa de Croas varios hombres muy bien vestidos con trajes de marca y llamativas corbatas de marca conduciendo lujosos coches. Todos ellos muy serios y de aspecto rudo venían acompañados de varios trabajadores que, inmediatamente, se pusieron a medir los terrenos con unos aparatos muy sofisticados, incluidas las casas. No dijeron nada a nadie. Todo se hizo sin hablar porque no respondían a las preguntas que se les hacían
Mi padre se preguntaba inquieto qué significaba todo ese inesperado y extraño movimiento y los pescadores se asustaron cuando uno de los jóvenes dijo que nada bueno podía ser porque había visto un plano en manos de un trabajador donde había una perspectiva en colores de la playa con grandes edificios situados en el mismo sitio donde ahora están las casas.
Mi padre vio como esas visitas se prodigaron en varias ocasiones. Los trabajadores no paraban de medir y el miedo se apoderaba de los habitantes ante la incertidumbre de no saber a ciencia cierta qué es lo que se pretendía.