NÉSTOR DORESTE PADILLA. «La Filosofía de la Playa de La Laja» Relato Completo

Néstor en su querida Playa.

La Filosofía de la Playa de La Laja

Capítulo 1

Hubo un tiempo en que era conocida como “La Caleta de San Sebastián” y más tarde como “Fondeadero Puerto de La Lasca” porque en ella se apotalaban embarcaciones pesqueras de bajura. En el siglo XVI, el ingeniero italiano Leonardo Torriani, como técnico contratado por Felipe II destinado a Canarias, la incluyó en su  magnífico mapa de la Isla de Gran Canaria con el nombre de “Playa de La Laxa”, hasta que, años después, quedó como definitivo el nombre con la que se le conoce hoy, “Playa de La Laja”, llamada así por la existencia de una cantera  vertical de rocas basálticas de unos veinte metros de altura, situada en su margen poniente, de la que se sacaban rocas sedimentarias lisas y planas, llamadas “lajas” para ser utilizadas en la construcción. Estas obras de excavación fueron prohibidas más adelante por “la preocupación que causaba en las autoridades la extracción y el daño que hace la mar comiéndose la tierra donde quiera que la piedra se saca”.

Hasta finales del siglo XX, en el kilómetro cinco de la misma carretera, había un pequeño túnel rudimentario, muy cerca del sitio donde hoy está levantada la escultura El Tritón, conocido como Túnel de Telde. Desde allí, en el borde del risco llamado “Punta del Palo”, magnífica zona de marisqueo y de pesca, mirando hacia la playa, se podía contemplar como las olas de la marea llena de reboso golpeaban fuertemente contra los rompeolas de las casas situadas a pie de playa, levantando un espectacular muro de espuma blanca y agua que se elevaba cuatro o cinco metros de altura que, al caer, salía despedida de vuelta al mar encontrándose con la nueva ola que venía hacia la orilla, formándose, en el encuentro entre ellas, otro vistoso muro vertical, también de espuma y agua, que salía despedido hacia lo alto en diferentes direcciones. Siempre pensé que ese hermoso movimiento blanco y transparente era la forma que tenía la ola de protestar enérgicamente por habérsele impedido continuar su natural recorrido para morir descansada y mansamente en la orilla.

Las casas estuvieron en uso hasta finales de la década de los años noventa, que fueron expropiadas y derribadas para el ensanche de la antigua carretera y su transformación en la actual autopista.

A marea baja, la gran superficie de arena dura permitía practicar todo tipo de juegos, deportes, regatas, paseos, competiciones y pescas de aire, lanzado, redes, trasmallos y tarrayas. El marisco situado al norte de la playa era un marisco muy rico en pescados, crustáceos y moluscos, lo que hacía las delicias de todos los mariscadores, profesionales o no. Era raro el día,  la tarde o la noche, en este último caso iluminados con un mechón hecho de telas y trapos bañados en gasoil, que no habían varias personas arremangadas cogiendo piezas en los charcos, bien a mano o bien con pequeñas nasas, fijas o guelderas, incluso con un alambre metálico con un nudo y un trapo blanco para cantarle a la morena “jo, morenita, jo” invitándola a que saliera de su cueva y pescarla cerrando rápido el nudo. También se solía pescar con trasmallos de fondeo, que se calaban aprovechando la marea llena, en un sitio estratégico elegido por los pescadores para, después, recoger a marea vacía el pescado enmallado en sus paredes.

A finales de la década de los años setenta del siglo XIX, en el lado norte de la playa, se construyó el primer edifico de una planta de altura destinado a lonja, donde se controlaba, se almacenaba y se vendía el pescado capturado por los pescadores. Ese fue el motivo por el que empezaran a venir a la playa personas no habituales, ya que sus únicos usuarios, hasta ese momento, eran los profesionales de la pesca de bajura de los cercanos barrios marineros de Cardoso, conocido hoy como Hoya de la Plata, de San Cristóbal y, del ya desaparecido, Las Tenerías.

Alguna que otra vez, calaban sus redes y trasmallos pescadores venidos del sur de la isla, por ser una playa bastante conocida entre el gremio de la pesca, porque abundaban los pescados y era muy cómoda para echar los correspondientes lances debido a su amplia y lisa superficie arenosa, lo que facilitaba el trabajo de tirar con los estrobos de las mangas del copo, si eran redes, o de las propias paredes, si eran trasmallos de arrastre, incluso para dejar varados los barcos sobre los mismos parales, apoyados una burra de forma piramidal de madera.

A partir de esa primera edificación destinada a lonja, que muy pronto se transformó en vivienda, conocida en mi época infantil y juvenil como la “Casa de los Trujillo”, se empezaron a levantar los trece edificios restantes que hubo en la playa. La segunda casa que se construyó se hizo junto a la pared medianera del lindero sur de la citada lonja, a finales de la década de los años ochenta del siglo XIX. En el dintel central de la planta alta se había escrito la fecha, utilizando un pequeño abultado de mortero de cemento para hacer las letras, que decía: “Enero 1.880”. En mi época de niño y de juvenil, era conocida como la “Casa de Simón Doreste, Federico León y Pepe Jiménez” y destacaba de lejos por los tres grandes arcos que tenía su terraza exterior techada. Pasados unos años, los dos últimos edificios, la “Casa de los Padilla” y la “Casa del Gallo” se construyeron entre 1.920 y 1.930. Hasta la década de los sesenta del pasado siglo,  las viviendas carecían de agua y de luz y se tenía que recurrir a petromax de petróleo de mesa y de colgar, quinqués de petróleo, carburos y velas para iluminar las estancias. Respecto al agua, unas disponían de una aljibe enterrada, que se subía a los depósitos con bombas, y otras de depósitos en las azoteas. Muchos de los desagües iban a tener a un pozo negro construido en el subsuelo del interior de cada casa.

El Túnel de Telde o Túnel de La Laja

La Filosofía de la Playa de La Laja

 Capítulo 2         

        

Las familias sólo utilizaban las viviendas en los meses de verano, época de vacaciones colegiales y fue durante esos trimestres, año tras año, donde empezó a formarse el grupo de amigos que crearon lo que yo llamo “La Filosofía de La Laja”. Inicialmente, ese grupo lo componían los amigos Néstor Doreste González, Miguel Padilla Moreno (mis dos abuelos) y Agustín Motas Alemán, que fueron los primeros que le dieron vida al sitio, no sólo veraneando en ella si no, también, organizando sancochos, caldos de pescado y pescas entre diferentes grupos de amigos comunes que se desplazaban desde la ciudad varias veces al año, aderezando las reuniones con los correspondientes partidos de envite, de subastado o de zanga y sin faltar nunca los obligados aperitivos marineros.

Cuando los hijos de ese trío, Simón Doreste, Pablo Padilla y Agustín Motas, junto con otros familiares y amigos comunes, se casaron, fabricaron o alquilaron casas, de forma que continuaron veraneando  con sus familias durante mucho tiempo. Entre algunos de estos residentes y aquellos amigos que venían de la ciudad, organizaron un grupo al que llamaron “La Jarca” y muchos días, especialmente los fines de semana y las fiestas, pasaban el día entre  juegos, guitarras, pesca y charlas en una casa que habían alquilado para tal fin. Así se fue consolidando la presencia de grupos familiares, la mayor parte de ellos parientes o conocidos.

En las catorce casas, estoy hablando de mi época de niño, terminaron de cerrar el “censo”, además de las citadas familias Doreste, Padilla y Motas, las encabezadas por Manuel Velázquez, Juan Rivero, Rafael Perdomo, Juan Ascanio, Miguel González (alias “el duro”), Bartolomé Sansó, Pedro Trujillo y Juan de Dios.

Las reuniones eran bastante frecuentes entre los veraneantes aunque, como es lógico, no todos participaban con la misma asiduidad que lo hacía el grupo principal. Casi siempre, había un buen motivo para hacerlas, cosa normal porque, entre ellos, se había desarrollado un destacado sentido de la camaradería, del afecto y de la amistad.   

Siempre he pensado que estos grupos familiares, sin ellos saberlo, por su manera de ser y por su comportamiento, dejaron como herencia a sus hijos un claro significado de lo que significan la educación y el respeto, haciendo que estos valores se convirtieran en la característica principal de la persona que hoy es considerada como “lajero”. Nunca hubo enfados ni discusiones. Yo creo que fue un lugar bendecido, un lugar especial, muy especial.

Hay personas que vivieron en ella que no tienen la consideración de “lajeros” porque apenas intervenían en las reuniones, pescas, juegos, etc. Yo hablo de “lajero” cuando se tiene asumida aquella forma de vida en común, aquella filosofía basada en el compañerismo, la educación y el respeto. El amor a ese lugar, transmitido por nuestros abuelos y, después, por nuestros padres, el “lajero” auténticos lo sigue conservando hoy, a pesar de los años que han pasado. Si el poseedor de ese recuerdo inolvidable lo mantiene hoy en toda su pureza e intensidad, es decir, inamovible, ese es un “lajero. Si vivió en La Laja y no guarda hoy dentro de sí la memoria entrañable de aquella época, ese no es “lajero”. Esa es la única condición que se requiere para ser llamado así. Eso no es malo ni es bueno y nadie es mejor que otro, sólo se trata de conservar en su corazón un valor sentimental muy arraigado o de no conservarlo. Nada más que eso.

Para mí, particularmente, concretamente, es un recuerdo muy valioso que ha permanecido conmigo siempre. A los tres días de nacido me llevaron a La Laja y hoy tengo ochenta y cuatro años y nueve meses, pues bien, en todos esos días, en todas esas horas, en todos esos minutos y en todos esos segundos, mi recuerdo me sigue aportando felicidad, optimismo y alegría. Fueron años maravillosos, esperando siempre ansioso la llegada del verano para volver a disfrutar de su mar y de su arena, del permanente olor a salitre y a marisco. Inolvidable y entrañable ese preciado recorrido vital mío, qué tanto, tanto, ha influido en mi vida de forma positiva.

Pasados los años, he sentido como el recuerdo de La Laja se convierte en un hermoso impulso de energía que se desarrolla en mi interior y que me invita poderosamente a ser mejor cada día. La amistad, la solidaridad, la generosidad, el compromiso, la educación, el compañerismo, las puertas abiertas, el respeto, el amor por la naturaleza y la empatía son valores por los que lucho cada día para que no me abandonen y así poder hacer posible que mi carácter de “lajero” me acompañe hasta el fin de mis días, porque a ese carácter le debo la vida y le debo ser el hombre más feliz del mundo. Un carácter que ha perdurado durante cuatro generaciones.

Magníficas las mañanas de sol y de playa, con un hermoso manto de agua salada, tranquila la mayoría de los días y otras veces con presencia de olas propias de la mar encrespada, adecuadas para ser “sebadas”. Hermosas olas de viento o de mar de fondo, con una cresta máxima, en ambos casos, de un metro, lo que facilitaba el juego y la competición de los bañistas sebándolas a pecho, con los brazos estirados o con panas, que así llamaban los pescadores a las tablas no fijas del “suelo” de sus barquillos de dos proas, colocadas una a continuación de otras para evitar pisar sobre las incómodas cuadernas y poder moverse con agilidad en su interior, no sólo para remar sino, también, para poder echar al agua las redes, los trasmallos y las nasas.

Espectaculares aquellos atardeceres tranquilos y descansados, esperando la noche de las reuniones familiares de charla y de pesca de lanzado desde las terrazas de las casas. Espectaculares los enyesques y los lances de redes o de trasmallos de arrastre en la nocturnidad, todos en silencio para no “espantar” al pescado e iluminados por un petromax de mano. Espectaculares los ratos de música y los juegos antes de irnos a la cama. Para los niños y niñas era como vivir en un paraíso. Todos considerábamos a la playa como “nuestra propia playa”. Nos ayudaba a dormir plácidamente el agradable y hermoso ruido de las piedras permanentes de aluvión que estaban entre la carretera y la orilla (no eran piedras de marisco) cuando eran removidas por las olas en su viaje de ida y vuelta por las noches a marea llena.

La Filosofía de la Playa de La Laja

Capítulo 3

 

Cómo es lógico, escribo este relato desde mi propia perspectiva de niño y de joven. Es como lo viví personalmente. Es muy normal que haya alguien que opine otra cosa o que haya asimilado de forma diferente lo ocurrido en esas bonitas estancias veraniegas que, para mí, repito, fueron transcendentales porque influyeron positivamente  en mi comportamiento futuro, ya que tuve la gran suerte de poder apreciar aquellos valores que se desprendían, día a día, de una hermosa y siempre plácida convivencia. Pero, sin duda, debe haber algunos antiguos residentes que no hayan descubierto ese aspecto sentimental de la playa, que yo tanto destaco y aprecio.

Los padres y las madres, con sus hijos, se reunían con mucha frecuencia en una de las terrazas a pasar la tarde. El diálogo que se producía, siempre acompañado de un exquisito sentido del humor, amenizaba gratamente esos ratos de ocio y de serena tranquilidad. Normalmente se incorporaban algunos de los veraneantes con cualquier tipo de enyesque y la entretenida reunión se prolongaba hasta la hora prudente del retiro para el descanso nocturno. De alguna forma, los mayores también utilizaban esos meses para descargar la tensión del trabajo y de las preocupaciones laborales cotidianas.  

Siendo niño y más tarde joven, allá entre los años 1.950 y 1.980,  fue cuando se terminó de consolidar entre algunos de los jóvenes de las familias esa profunda, noble y hermosa filosofía “lajera”. Hoy en día, tal como les dije antes, si hablamos de aquellas experiencias, nos denominamos “lajeros” sólo los que amamos y recordamos muchísimo lo que fue y supuso la Playa de La Laja. Yo creo, e insisto en ello, que es porque aún conservamos intactos aquellos valores inculcados por el trío formado por los abuelos Néstor, Miguel y Agustín, valores que, después, nos transmitieron nuestros padres y que, más tarde, nosotros lo hicimos con nuestros hijos, de los que muchos de ellos se siguen considerándose “lajeros”, con toda la razón del mundo.

                               

En este relato sobre lo que opino qué es lo que se supone ser “lajero”, no se puede evitar nombrar a nuestras madres, que fueron los verdaderos artífices de haber conservado siempre ese buen ambiente tan agradable entre los residentes.

Maruca Pérez, Pino Padilla, Pino Castro, Nora Fernández, Rafaela Padilla, Bernarda Doreste, Lola Doreste y Enriqueta Rodríguez, fueron las que construyeron la base “lajera” de aquellos grupos familiares permitiendo que sus descendientes: Pinito, Tino, José Manuel, Tatalo,  Jorge, Juanita, Teresita, Sito, Perico, Pablo, Ángel, Paca, Norma, Pimpina, Margot, Fernando, Milagrosa, Juan Sebastián, Tato, Nora, Ana, Pepe, Javier, Meluco, Mary Berta, Feluca, Néstor, Chave, Ana Rosa, Macame, Lolina, Tali, Humberto, Olga, Alicia, Yayi y María Victoria descubrieran lo que hoy es un recuerdo feliz que acompaña, un recuerdo entrañable que aún permanece vivo, una felicidad eterna que nos hace sonreír y nos alegra.

Cuando todo ese grupo de jóvenes nos hicimos mayores y La Laja se fue convirtiendo en un lugar más conocido y visitado por otras personas y, entonces, se perdió algo de aquella formidable intimidad inicial. Nuevos veraneantes, diferentes a los que convivieron conmigo en mi niñez y en mi juventud, se incorporaron al “censo” pero, afortunadamente, la mayoría de ellos se integraron pronto en el conjunto, logrando que continuara aquel ambiente inicial con el que tanto disfrutamos.

Por suerte, mi primo Arístides Jaén y su mujer, Loli, alquilaron, junto con los suegros de él, Miguel Medina y Lola Vera, la  “Casa de los Ramírez” (un año antes la habían tenido Mireya Jaén y su marido, Adolfo Jiménez) y, entonces se produjo como un renacer en el día a día de la antigua “Playa de La Laja” porque, dado su carácter fuertemente familiar y generoso, se continuaron organizando las entrañables reuniones familiares y se recuperó la filosofía. Además, poco después, mi tía Poly Doreste y mi primo Luky alquilaron la casa contigua por su lindero norte y eso ayudó todavía más al regreso de la magia de aquellos años anteriores. Así fue como el ambiente de alegría se mantuvo hasta que, por desgracia, las expropiaciones demolieron las viviendas y todo pasó a ser un bello y hermoso recuerdo inolvidable. El progreso triunfó por encima de la sana convivencia. Algo de nuestra propia identidad de pertenencia a un lugar se quedó en el camino y se tuvo que guardar para siempre en forma de recuerdo.

La generosidad como anfitriones de los matrimonios Arístides y Loli y los padres de esta, hizo que el buen ambiente brillara de nuevo. Al rescatarse aquellas divertidas reuniones volvieron los paseos, las pescas, las excursiones, las sesiones de música clásica y los aperitivos, lo que facilitó que no desapareciera la hermosa filosofía que muchos años antes había nacido entre los antiguos veraneantes.

La Filosofía de la Playa de La Laja                                           

Capítulo 4

 

Es justo nombrar a los varones que supieron conservar y transmitir, con su amor a La Laja, aquel ambiente de felicidad, los que vivieron después de los tres “fundadores”, de sus tres hijos y de algunos de los residentes. Era un grupo que siempre estaba organizando todo lo relativo al ocio y al divertimento (entre otras cosas, no hay que olvidar los numerosos partidos de fútbol que jugábamos descalzos a marea vacía, donde éramos prácticamente invencibles, contra destacados equipos que venían de fuera). Ese primer grupo estaba formado por Pablo Padilla, Ángel Padilla, José Manuel Motas y yo mismo. Por motivos laborales, Humberto Trujillo no podía estar presente en algunas ocasiones, pero su ayuda fue muy importante. Cuando llegó la última época, cuando dejé de ser un niño y un joven, quienes hicieron posible que se rescatara y conservara el mismo ambiente de alegría, es justo destacar de nuevo la enorme influencia que tuvieron los hermanos Arístides y Luky Jaén con sus familias.

Todos ellos, junto con sus esposas, hijos e hijas, hicieron que nunca se perdiera “La Filosofía de La Laja”. Mis bendiciones a todos ellos. Para mí, el recuerdo de todo lo que ocurrió, desde el primer al último día, forma parte de mi vida y vive conmigo como si de un órgano más se tratara. Lo siento en mi interior a diario.

No quiero despedirme sin tener un emocionado recuerdo a mis amigos del alma, que me acompañaban y me hablaban a diario: el buyón, la barrigúa, el rascacio, el erizo, la lapa, la almeja, el lengüado, la sardina, la panchona, el cangrejo, la jaca, el guelde, la fula, el roncador, el sargo, el centollo, el pez araña, el jurel, el salmonete, el alfonsito, el tamboril, la pota, el gallo, el cherne, la babosa, la sama, la seifía, la palometa, la galana, la vieja, el pulpo, el calamar, el choco, el chucho, el antoñito, el macho salema, el choco, la baila, el cazón, la cuernúa, el pez lagarto, la morena, la caballa, el burgado, el peje rey y muchos, muchos, más.

Ya me voy. Me voy ensalitrado, feliz, caminando por la playa descalzo con el pantalón arremangado, por la tranquila orilla viendo como la ola serena acaba su recorrido en mis pies y pensando que ser “lajero”   es una forma muy bonita de ser.

Mientras camino despacio hacia la ciudad, mi alma “lajera” escucha feliz, a mi espalda, como el mar, el marisco y la arena me despiden cariñosamente recordándome la cantidad de años que vivimos juntos, integrados uno en el otro.

             Las Palmas de Gran Canaria, 8 de junio de 2.024

                              Néstor Doreste Padilla

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