En los restaurantes es un plato de encargo y en las casas de familia asunto de celebración. Solo el restorán capitalino El Padrino lo ofrece en su carta de platos. Mi señora madre solía cocinarlo con corvina o con sama roquera y tras la sopa, perfumada con hojas de yerbabuena, a modo de Pernaud, servía una bandeja con el pescado sancochado y otra con pescado frito. Amén del Mojo verde y las papas. ¡Papas aquellas!
En cada isla existen pequeñas variantes, incluso dentro de algunas islas. En la Aldea de San Nicolás hacían un caldo con la cabeza de un mero y la reservaban. Al día siguiente lo hervían con el resto del pescado troceado y las papas y lo servían todo junto. Parte del caldo lo amasaban con gofio –no lo escaldaban- y le añadían cachitos del pescado y de las papas, que se deshacían. Tanto el plato como el gofio lo alternaban con mordiscos de rábanos y, en algunas ocasiones, se presentaba una ensalada en la que entraban cebollinos. Suma de detalles culturales que el isleño de aquí y de allá ideó para satisfacción de su lúdico paladar.
En cuanto al mojo existen versiones. En mi casa se hacía con pimiento verde, perejil, comino, ajos y vinagre. Prácticamente como el que recogió aquella pionera en la edición de recetarios: la llorada Josefina Mujica (El libro de la Cocina Canaria, 1982): ajos, pimienta verde o pimiento, cominos, naranjas agrias o limones y caldo de pescado. Obvio que la naranja obedecía a la autocracia propia de la Cocina popular. Mas en el burgo se sustituyó por vinagre.
El Gofio escaldado se prepara mezclando el caldo muy caliente con gofio y removiendo enérgicamente hasta obtener unas gachas. No soy proclive a caldos de pescados como el del mero. El fuerte sabor a su grasa me repugna. Me gusta añadirle cachitos de pimiento verde y, a veces, dejo caer, ya en la cuchara, un leve chorrito de mojo. Una estupenda manera de comerlo –muy conejera- es haciendo «cabrillas»: se toman gajos de cebolla cruda, a modo de cuchara, se cogen porciones; se muerden y al buche. Y voy a chivar que el secreto de aquel magnífico que ofrecían tanto el mítico Juan Pérez como Pepe El Breca (La Isleta) o el no menos el popular Perico, el patrón del otrora figón marinero de Melenara, está en una cucharada de manteca.
En cuanto a los costeros, el gran viajero británico, el mítico George Glas, relata, en su imprescindible libro, Descripción de las Islas Canarias (The History of The Discovery And Conquest of TheCanary Islands (1764), una comida de los pesqueros de La Costa.
«En cada barca, la tripulación pone una larga piedra aplastada (una laja) como hogar en el suelo en donde encienden un fuego y cuelga una olla sobre el mismo, y en la que cuece algo de pescado; luego cogen una fuente y ponen en ella algunas galletas rotas (las marineras galletas de los navegantes o bizcochos) con cebollas desmenuzadas, añadiendo a esto un poco de pimienta y de vinagre, y vertiendo todo el caldo del pescado; no hay sopa ni caldo más delicioso que este. (…) Terminan su comida con pescado hervido al mar. Poco después de esta colación cada hombre busca el lugar más cómodo para dormir, pues no se usan camas en estos barcos. Alrededor de las cinco o las seis de la mañana se levantan, arrían las anclas y se quedan en alta mar y no toman ningún alimento antes de la misma hora que la tarde anterior. Nadie que conozca la labor, la fatiga, el frío y el calor que estos pescadores pasan, acusarán a los españoles de pereza».
Prácticamente todos los «costeros» vivían en el barrio de La Isleta. Muchos eran inmigrantes conejeros. Uno, con catorce años, se metió a polizón y alcanzó La Habana. Se llamaba Gregorio Fuentes, a quien visité varias veces y siempre le llevé una botella de ron nuestro. Fue el patrón del yate El Pilar, propiedad de E. Hemingway, así como el inspirador, con uno de sus fantásticos cuentos, de la novela universal El viejo y el mar.