Cuando llegaba metía las cabras en el corral y nos dirigíamos al cuarto donde guardaba sus quesos. En varias tablas a distinta altura tenía sus tesoros a más curados más arriba. En una de las ocasiones me fijé en un queso muy curado, que tenía arriba a lo último, y le indiqué que era ese el que quería.
«Por nada del mundo vendo ese queso. Me puede traer lo que se le ocurra, por muy importante que sea, que no le daré ese queso. Cualquier otro, pero ese no».
Elegí otro de los quesos y para explicarme porque no me vendía el queso me llevó hasta su cocina. En la mesa tenía otro queso igual de curado, partió un buen trozo y me dijo que lo probara. Era de una textura firme y seca, duro, de un sabor intenso, ese sabor único que tiene el queso majorero, pero mejorado.
«Esa es mi comida diaria. Lo acompaño con cualquier otra cosa, con pan, con alguna lata en conserva que abro, pero siempre el queso. Es mi vida».
Al volver a la casa ya estaba preparada la mesa, y el plato que más me gustaba: Lola ya tenía un plato de queso preparado y la sartén lista. Un par de huevos fritos tan rojos, tan intensos, que por más que mojaba con el pan siempre quedaba algo en el plato. Antes había ido yo con el coche a comprar pan a la panadería de Vega de Rio Palmas, muy cerca de la Iglesia donde la Virgen de la Peña. El pan de puño que llamamos.
Durante varios años fuimos a Betancuria donde nos recibían siempre con expectación y alegría. En los últimos viajes se había incorporado a la casa Aurora, hermana de Gloria y Lola, que vivía en Tenerife y se había quedado viuda. Era bastante sorda, y cuando hablábamos siempre le preguntaba a alguna de las hermanas, alzando la voz, «qué dice, qué dice».
Tres viejecitas adorables en uno de los pueblos más bonitos que se pueden visitar.
Betancuria siempre en el recuerdo