Agustín Correa tenía varios coches de aquella época, y nos íbamos a la Playa del Inglés en caravana con parada para tomar café y descansar en el Restaurante la Estrella. A unos veinte kilómetros de Las Palmas un descanso. Al llegar a La Playa del Inglés un guarda quitaba una cadena y pasábamos los coches por un descampado total por lo que hoy debe ser la Avenida de Tirajana.
En uno de esos viajes uno de los coches volcó, afortunadamente sin grandes consecuencias, salvo que los que iban en la parte de atrás llevaban una paella, y arroz y cristales se mezclaron entre arañazos y lamentos. El hospitalito se montó en la casa de Joaquín Dicenta, a donde fueron llegando todos, y los niños, en la calle donde jugábamos, estábamos atentos y preocupados por el daño que esos cristales habían hecho a la familia.
Vivíamos en barrios separado pero solía quedarme los fines de semana en esa casa que nos traería otra sorpresa: Otro niño que llegaba de Maruca, y recuerdo perfectamente entrar en su habitación, donde había nacido, con la expectación de ver que todo estaba bien. La cara llena de luz y bondad de mi tía me impulsó a entrar sin miedo.
Años después el pequeño taller de mecánica se cerraba y se cambiaba por una gran empresa de estructuras metálicas. Las dos familías volvíamos a vivir cerca, ahora en la zona de Tomas Morales y por la Plaza de la Feria.
Entré en su casa y mi tío Agustín estaba en el salón escuchando ópera, creo que la Boheme, y lo que más me llamó la atención es que me iba explicando lo que sucedía en el aria que se escuchaba. Sería a principios de los setenta y fue la primera vez que tuve contacto con la música clásica.
Agustín Correa no era muy alto, pero su presencia imponía. Tenía el fuerte carácter de los Correa, igual que mi madre, y le recuerdo como un hombre capaz y capacitado. De niño pensaba que él podría conseguir muchas cosas, que seguramente en una reunión de amigos, de alguna manera, sería el centro de atención o por lo menos su opinión sería tenida muy en cuenta.
Recuerdo la devoción que tenía por su madre, Mamaíta Correa, la iba a ver con mucha frecuencia y siempre estaba atento a que no le faltara de nada. Pero en su casa también había una luz, una guía silenciosa que seguramente le acompañaba siempre, una sonrisa amable y una mirada bondadosa de mi tía preferida. Maruca estaba siempre en la cocina, tenía siempre el café preparado, te recibía con un ¡hola mi niño!, y poniéndote la taza del negrito en la mesa seguía con sus calderos mientras te hablaba y te preguntaba por todo.